martes 30 de abril de 2024 - Edición Nº2351
Dar la palabra » Cultura » 16 mar 2024

Cuento de fin de semana

(AUDIO) Grupo de WhatsApp (Por Gabriel Ramonet)

Esteban, un cuarentón oficinista, es agregado una mañana a un grupo de WhatsApp donde se reencuentra de manera virtual con los compañeros del colegio secundario. Lo que inicia como un tour melancólico termina mal cuando todos empiezan a darse cuenta que no es lo mismo que 25 años atrás


Esteban, un laburante de clase media vestido de traje, desayuna en su casa junto a su esposa y escucha el sonido de un mensaje de WhatsApp en el teléfono.

Cuando mira el celular se da cuenta que fue agregado a un nuevo grupo llamado “Egresados del Instituto Mentruyt”, el colegio en el que cursó el secundario.

Esteban siente entonces una sensación muy extraña. Siente que los años que tiene (cerca de 40) se le comprimen en el cuerpo como un archivo zippeado.

Siente que entre el último día del secundario, y aquella mañana de hombre vestido de adulto, no pasó el tiempo. Siente como si una luz hubiese iluminado de repente un pasado oxidado y oscuro, y ahora pudiese ver en detalle cada color olvidado.

Esteban empieza a leer los mensajes del grupo con el teléfono temblándole en las manos, mientras una parte disociada del cerebro se las arregla sola para cumplir movimientos de su rutina de lunes.

El último acto de conciencia completa que recuerda es el beso a su mujer, con que corresponde la recepción de una taza humeante de café. Después empieza a moverse como un autómata. Va al baño, maneja el auto, viaja a la oficina, se detiene a cargar nafta en una estación de servicio, para en un kiosco y finalmente aterriza en el escritorio laboral. Pero siempre con la cabeza en los mensajes que va leyendo cada vez que puede, y que lo llevan a un viaje en el tiempo, veinticinco años atrás.

¡El polaco Arturi! ¡Mirá vos! ¡Ahora es padre de mellizas! Dice Esteban para adentro mientras lee.

¡El petiso Ramos! Abogado. Era el dueño de la lengua más filosa del aula. Ácido, ocurrente, comprometido. Ahora representa a personas involucradas en accidentes de tránsito. Dice que es la forma más fácil que se le ocurrió para ganar guita empleando el menor tiempo posible. Así puede pensar en temas políticos, que de verdad lo conmueven, y dedicar más espacio a la familia. Su última obsesión es una militancia potente y fundamentada contra las redes sociales. Por eso no usa ninguna. No está en Facebook. No tiene Instagram ni Twitter.

¡El Rulo Oyarzabal! Electricista, músico, bohemio, futbolero. Un laburante. Todavía vive cerca del Instituto. Por eso sabe qué profesores se jubilaron, y cuáles se murieron.

¡El “fachero” Matienzo, no te puedo creer, ahora está pelado!

Esteban continúa sumergido en el grupo de WhatsApp.

¡Miralo al “turco” Nazir!. Sigue siendo un “señor” de lenguaje refinado, poco proclive a los juicios terminantes, un “caballero inglés” que se recibió de ingeniero y se viste con elegancia italiana.

Los egresados del instituto se reunieron, pero Esteban no pudo ir porque vive en Tierra del Fuego, muy lejos de Buenos Aires donde fue la juntada.

Sin embargo ahora, sentado en su oficina y todavía sin trabajar, abre desde su celular cada una de las fotos de ese encuentro.

Con el dedo pulgar y el índice, agranda las imágenes hasta que casi se desfiguran, en un intento por conseguir primeros planos de las miradas, de las expresiones faciales, de los mensajes escondidos detrás de una postura corporal.

Su oficio de experto en comunicación lo ayuda a la pesquisa. Le encanta intuir en esos pequeños detalles, lo que él bautiza como “el fuego sagrado” de las personas.

“Yo quiero saber si la esencia no cambió”, le explica Esteban a Mabel, su mujer, cuando regresa del trabajo.

“Quiero saber si detrás de las canas, de las arrugas o de los golpes de la vida, está todavía el pibe guardado. El de la mirada o la expresión rebosante de sueños y de energía. Porque si el chico todavía está ahí, adentro, ese tipo sigue vivo. ¿Me entendés Mabel?”, insiste Esteban.

La mujer lo observa con un dejo de ternura. De algún modo la divierte esa especie de regresión temporal que le produjo a su marido el reencuentro con los compañeros de la secundaria, por más que solo de trate de una experiencia virtual.

¡Virardi! grita Esteban al rato. Sigue siendo un loco por las motocicletas. Hace poco, en una carrera, se cayó y sufrió varias fracturas. Pero se nota que no le importa el peligro en lo más mínimo.

¡Miralo al “pájaro” Santoro!. El de la voz de locutor, el que cantaba en los recreos y soltaba las respuestas más ocurrentes en las clases más aburridas. Ahora es una especie de monje budista, calvo y entregado a la meditación trascendental.

Las primeras semanas de intercambio del grupo son como un crucero de la melancolía. Esteban revive anécdotas desopilantes, recuerda apellidos que no había pronunciado en décadas, y continúa descubriendo, por retazos, las ocupaciones actuales, las situaciones familiares, y la suerte diversa de sus compañeros al cabo de los años.

Cuando el tour melancólico comienza a agotarse, el grupo de WhatsApp empieza a virar hacia cuestiones del presente. ¿Polaco, te separaste?, pregunta una vez Oyarzabal.

Desde entonces, los hilos de las conversaciones empiezan a incluir confesiones maritales, diatribas de género, consejos para los recién divorciados, recetas educativas para adolescentes díscolos y hasta algún debate existencial sobre la mayor cercanía de la muerte.

Con la confianza que supone el reencuentro, algunos ensayan los mismos chistes que funcionaban en el período estudiantil, pero se encuentran con respuestas un tanto hoscas de los destinatarios.

Ese es el primer signo inequívoco de que por más que se trata de los mismos sujetos que veinticinco años antes se habrían hecho golpear para defender al resto, en el presente algunas cosas cambiaron.

Hasta que un día, el petiso Ramos tiene la peregrina idea de hacer un comentario de actualidad, y critica con dureza la gestión presidencial. Más que la gestión, defenestra al presidente. Lo define como un “gorila” y “vende patria”. Lo responsabiliza de las políticas neoliberales que “nos están llevando a la ruina”, y para rematarla, lo tilda de “descerebrado que no puede hilvanar dos palabras”.

“Y bueno”, le responde en otro chat el Polaco Arturi, “hay que pagar la fiesta de los ladrones que nos gobernaron durante doce años. Peor sería que vuelva la yegua”, completa el padre de las mellizas, alejándose tanto de la imagen donde se lo veía sonriente con las pequeñas, como de la foto en que desbordaba entusiasmo en el viaje de egresados.

Virardi, fiel a su pasión por las motos, se mete en el barro y le replica al Polaco que era fácil chatear mientras se tomaba un trago en Miami, pero que cuando regresara al país, “si es que planeas volver, te va a dar cuenta que hay mucha gente pasándola mal”.

Esteban lee los intercambios posteriores, cada uno más virulento que el otro, como quién observa desmoronarse un edificio producto de una de esas explosiones planificadas. Sus escasas intervenciones recorren distintas estrategias para apagar el incendio, aunque ninguna tiene éxito. Llama a confrontar sin agredir al otro, a respetar las ideas diferentes, y cuando nada funciona, apela a proponer temas del pasado, en un último intento por conseguir que sus compañeros se identifiquen con experiencias comunes.

Un lunes a la mañana, mientras Esteban desayuna otra vez antes de partir hacia su trabajo, se encuentra con la novedad de que Virardi había abandonado el grupo. Revisa los mensajes anteriores y encuentra una discusión producida a la madrugada, que había concluido con la promesa del motoquero de ir a buscar al Polaco a su casa, para “ver si te atreves a decirme lo mismo cara a cara”.

Después de unas jornadas de silencio virtual, en las que nadie, ni siquiera Esteban, pronuncia palabra alguna, Oyarzabal hace uso de sus facultades de administrador del grupo, y así como lo había creado, decide cerrarlo definitivamente.

El grupo de WhasApp del Instituto Mentruyt queda enterrado para siempre.

Esteban comenzaba a olvidarse del asunto cuando varios meses después, justo el día de su cumpleaños, recibe un mensaje de El Polaco, que le escribe para saludarlo.

¿Cómo anda tu familia, cómo andan tus cosas?, le pregunta el Polaco.

Esteban le contesta que “todo bien”, e inicia una charla con varios intercambios que termina en un recuerdo común.

-¿Te acordás Pola, del día del estudiante en que nos juntamos tempranísimo en la esquina del colegio para salir de picnic, y se te ocurrió afanarte los yogures que el camión había dejado en la puerta del almacén?, escribe Esteban.

-¡Claro! Me enganchó el almacenero que salía para abrir el negocio y me cagó a trompadas. Me salvé porque saltaron ustedes. Recuerdo que algunos intentaban convencer al tipo de que era una broma, como Ramos, y otros directamente se fueron a pelear. Pero el almacenero era una mole, contesta el Pola.

Entonces Esteban aprovecha para recordar que en aquel incidente, el que más había cobrado, el que más había saltado por él, había sido el motoquero Virardi.

-Si, me acuerdo, admite el Polaco refiriéndose al mismo compañero con el que unos meses antes se había peleado en el grupo por la discusión política.

Esteban aprovecha el momento de debilidad con una idea, y le propone al Polaco armar una cena con los ex compañeros, durante un próximo viaje a Buenos Aires. La hacemos el viernes, en el quincho de la asociación que está cerca del colegio. ¿Venís?, le pregunta.

-Dale. Yo voy, contesta el Pola.

Esteban deja entonces el teléfono sobre la mesa mientras recibe la tasa de café humeante del desayuno y cuando una media sonrisa le recorre toda la cara de forma indisimulable.

¿De qué te reis?, le pregunta su mujer.

-Nada Mabel, cosa de viejos chotos, contesta Esteban.

Y se toma un sorbo de café.

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