miércoles 01 de mayo de 2024 - Edición Nº2352
Dar la palabra » Sociedad » 15 abr 2024

Perfil de un empresario

La luna china por 20 mil dólares  (Por Gabriel Ramonet)

Desgastado por una comunicación infructuosa, en donde nos entendemos la mitad de lo que nos decimos, una noche el chino deja de lado toda su prosa de amistad eterna y me amenaza, lisa y llanamente. Me promete que si llego a publicar una sola línea menos de la perorata de fundamentos inverosímiles que me ha enviado para incluir en mi nota sobre el tema, entonces me demandará legalmente


 

Caí en la trampa china. Por tan occidental me debe haber pasado. Por el choque de culturas. Andá a saber por qué fue.

Uno dice chino pero el empresario lleva 30 años en la Argentina. Acá se volvió millonario. Tiene una pesquera, un hotel, un negocio inmobiliario y una casa de cambio. Lo que pasa es que sigue hablando a medio lengua, como los que atienden en los supermercados. Cuesta entenderlo pero él entiende lo que le conviene.

Le gusta el arte al chino. O mejor dicho, las obras de arte. Las pinturas y los objetos de cerámica. Cerámica china, claro. Dice que sabe más de cerámicas que de cuadros. Y que es más difícil saber, porque las cerámicas tienen 2000 años de historia y los cuadros 400 o 500. Andá a saber si sabe.

Yo entré por la noticia. Un chino de Ushuaia que dice haber comprado un cuadro de Rembrandt. No hay ninguno en Sudamérica, y él dice que lo consiguió en un negocio de antigüedades de San Telmo, por 20 mil dólares, y ahora lo tiene acá, en el Fin del Mundo, colgado de una pared en una oficina medio pelo, con empleadas con cara de culo que lo miran pasar.

Al principio la cuestión periodística era si el cuadro era original o una falsificación. Los expertos dudaban, pero el chino insistía con argumentos que sonaban a cartón pintado y que carecían de la tradicional paciencia milenaria.

Después de escucharlo hablar, de entrevistarlo, de verlo gesticular, empecé a comprar mi propia historia. Ya no me importaba tanto la autoría de su pintura, sino lo que esa pieza había producido en su vida.  Las pericias del mundo del arte pasaron a segundo plano, al lado de un tipo que podía describir la experiencia del hallazgo con semejante pasión.

El detective de Rembrandt dejó de interesarme, y en cambio me gustó más la observación de cómo un objeto puede transformarse en musa inspiradora de una persona. Si el cuadro era falso o verdadero pasó a importarme un pito, y me entusiasmé con la historia del hombre que a partir de un descubrimiento decide dedicarle una novela, y piensa en producir una película, y sueña con abrir un museo.

Como en el cuento de Hernán Casciari, La Luna por 20 dólares, pienso que el chino se compró una historia por 20 mil dólares, una excusa para volverse famoso, un recurso para vanagloriarse con sus amigos o para charlar en la sobremesa de una comida china.

¿Qué importa si el maestro barroco pintó su cuadro “Encuentro de Jacob y Raquel en el pozo de agua”, una escena bíblica narrada en el Génesis del Antiguo Testamento?

Por ahí la copió otro tipo un siglo después, mirando la original y cagándose de risa, imaginando las estupideces que aquel fraude iba a producir 300 años más tarde en una aldea del culo del mundo.

¿Qué importa si como dice el chino, la tela es preindustrial y los pigmentos son de la misma época en que pintaba Rembrandt, y los clarosocuros son una firma inobjetable de su obra, igual que no ponerle aritos ni tetas a las mujeres que pintaba?

Interesa más la pasión de esta gesta china y capitalista. De este soldado que cambia dólares en una cueva donde van funcionarios y jueces, y con el producto de sus negocios se dedica al arte y piensa en la posteridad en lugar de abrir otro supermercado chino.

Hasta que el chino se vuelve insoportable, y ya no quiere contar su proeza a la sociedad sino que se enfrasca en los laberintos de su propio frasco. Me llama a las 8 de la mañana, a las 2 de la tarde, a las 11 de la noche. Me exige hacer revelaciones que no están comprobadas acerca de la presunta autenticidad del cuadro. Se empecina en detalles que no tienen la menor trascendencia para la historia, y reniega de los aspectos que yo, y parece que solo yo, le he visto a la difusión de su reciente epopeya.

Desgastado por una comunicación infructuosa, en donde nos entendemos la mitad de lo que nos decimos, una noche el chino deja de lado toda su prosa de amistad eterna y me amenaza, lisa y llanamente. Me promete que si llego a publicar una sola línea menos de la perorata de fundamentos inverosímiles que me ha enviado para incluir en mi nota sobre el tema, entonces me demandará legalmente, a mí y a la empresa para la que trabajo. Acaso la mafia china me ejecutará al salir de mi casa, pienso yo, si no presto atención a sus belicosos comunicados.

Podrido, lo admito, de tanto maltrato, ingreso sin más preámbulos en la etapa de un enojo a prueba de mediadores. Me defiendo de sus injurias con un tono igual o peor que sus maldiciones. Después de todo nací en Témperley, y no en Pekín, y he sobrevivido a la adolescencia ante provocaciones mucho más temibles que las que puede proferirme un chino por un cuadro de mierda que a esta altura puede pudrirse en el infierno.

Maldigo a todos los ancestros de Liu, el empresario. A mi interés repentino por el arte plástico. Al tiempo malgastado en un trabajo que jamás se publicará. Al entusiasmo por un tema que no pudo convencer ni siquiera al máximo beneficiado.

Hasta que anoche, cuando me voy a dormir y me despierto sobresaltado sin ninguna causa, lo comprendo todo. Fui yo el que caí mansamente en la misma trampa que intentaba revelar. Yo quise contar que no importaba la autenticidad o falsedad de un cuadro de Rembrant, sino cómo el objeto podía modificar a una persona. Quise decir que el chino no se compró un cuadro famoso, sino una historia para contar a sus amigos o a sus nietos.

El enojo del chino me nubló las ideas y pensé que todo había sido una fábula autoinventada. Una exageración que me impuse para conseguir, acaso, una nota periodística más digna o interesante.

Hasta que ahora lo comprendo todo. Así como el chino se compró un supuesto Rembrandt como excusa para tener una historia qué contar, yo compré mi propio Rembrandt al forjarme la idea de un oriental idílico, transformado por una obra de arte verdadera o falsa.

Lo que el chino me legó es lo mismo que adquirió en San Telmo. Yo me quedé sin nota, pero ahora tengo una gran historia para contar en las sobremesas de los sábados, con mi familia o con mis amigos.

Dentro de unos años recordaré con humor las charlas a media lengua, las amenazas de carta documento escritas sin concordancia entre sujeto y predicado, y las conversaciones con mis editores para explicarles que la nota ya no valía la pena.

El chino se compró la Luna por 20 dólares, y después me la vendió a mí, sin que nunca nos hayamos intercambiado ni un solo peso.

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